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viernes, 6 de marzo de 2015

VICKIE (Relato breve)


VICKIE

El día que fui a recogerla mi cabeza estaba en otro planeta, mis sentimientos una enorme bola que nacía en el pecho, subía ahogando la garganta y bloqueba el pensamiento. Llevaba un café y mil pastillas con mermelada en el estómago. Conduje con el miedo y la rabia con que me vestía cada día. Pero había decidido no estar sola. Mi hermano amenazaba con darlos a cualquiera si no iba pronto.

Aparqué como quien va a salir dos segundos después. Creo que ni cerré las puertas del coche.

Entonces la ví. Bueno, solo ví un hociquillo negro colándose por los dibujos del portón de hierro.

Tiré el bolso en la acera, ni siquiera llamé al timbre para que mi hermano abriese, y no pude resistirme a rozar con un dedo su nariz. Ella me olisqueó primero y después gimió, como si la puerta fuera un imposible. Grité: “Abre”. Mi hermano salió y abrió.

Aún seguía agachada en la acera y ella saltó a mi cuello. Puso sus patas en mis hombros, me besó insistentemente la cara y extrajo como desde las entrañas del planeta mi primera sonrisa boba.

Ella, como yo, tenía un hermano, pero, como el mío, no era de los que se mueven mucho.

Pregunté: “¿Cómo se llama?”, “Vickie, dicho en sueco”, contestó mi hermano. “Una novia que tuve le puso el nombre”. Sonreí bobamente otra vez y repetí el nombre en voz alta, como un bebé balbucea sus primeras sílabas. Y ella volvió a mi moviendo su peluda cola como las aspas de un helicóptero en plena persecución del coche de los malos de una película policiaca.

No tenía nada que llevarse. No se despidió de su hermano ni del mío. Saltó, como si fuera suyo, dentro de mi coche, se sentó en mi asiento y me esperó.

Cuando llegó a casa recibió un baño de agua caliente y espumosa. Luego comió sin dejar de mirarme.

Entendí que no le gustaba comer sola. Volví a sonreir al pensar que en eso estaba de acuerdo. A mí tampoco me gustaba. Me quedé a su lado hasta que terminó. Luego inspeccionó la casa, encontró el sofá del salón, pidió permiso con esa forma de mirar suya y asentí. Se subió, se enroscó y se quedó profundamente dormida.

Había nacido un primero de mayo y tendría dos meses cuando me adoptó.

Ya sabía de la vida más que mi psicoanalista. Ya sabía que no sería fácil que yo aprendiese, pero es más tozuda que yo y me enseñó, a ver el lado sencillo y vital de las cosas, a despertar jugando, a respetar la siesta, a perdonar, a amar sin límites ni preguntas,
a disfrutar de un paseo, de la comida, de un rayo de sol y a reservar las energías para los momentos felices. Me enseñó su lenguaje y sus normas, muy superiores a las mías.

A ella le gusta la hierba, tumbarse al atardecer, cuando el aire es fresco y la tierra caliente. Apoya su hocico entre sus patas peludas y parece que piensa.

A veces veo sus ojos mojados. “¿Lloras?”, le pregunto, pero mueve su larga cola, quizá para que yo no lo descubra.

Ella no sabe que es un perro, nunca se lo dije, y anda a dos patas, o se sienta como yo.

A ella le gusta mi sofá, mi silla y mi tumbona, no importa si hay otros, prefiere mis lugares, me prefiere a mi, yo soy su amiga.

Me lo dice su pata en mi mano y el tumbao de supino pidiendo un ráscame la barriguita, que también me gusta.

A veces observa largo rato, con sus ojos color miel y su preciosa nariz. Piensa que los aviones son moscas grandes con las que no puede jugar porque nunca se acercan y, entonces, me mira. Cógelo, me dice, y yo le sonrío y ella también a mi.

Ayer me despertó su felicidad. Hoy me ayudó a levantarme.

Ya no soy la misma. Ya no sabría vivir sin ella. Me cuida, me sana, me guía, me consuela, me protege.

Y no conozco a ningún ser humano que esté a su altura. Aún debo aprender a aceptar que es solo una utopía que seamos como ellos: nobles, buenos y almas puras.


MARÍA RAMOS. 2010 (C)

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